Con apenas lo puesto, de Luciano Ortega

conapenas

El pasado mes de enero llegó a mi casa un regalo esperado: el poemario Con apenas lo puesto de Luciano Ortega.

Con el libro llegaron también otras dos publicaciones del autor: Cantata para quien y Mi oficio, y un señalador que tiene escrito uno de los poemas del libro titulado El arte de lo simple.

Para la sed el agua,
para el cansancio el sueño,
para todo lo que gira
sólo lo indispensable
-sin dar más vueltas-

Y al final del camino,
para el rey o el mendigo
está la muerte.

Dice el poeta en Yo pido la palabra

(…) Cuando me muera entonces,
o me quede sin piernas y sin brazos,
con la boca cerrada y sin los ojos,
quedará en la memoria mi palabra
repartida en los pechos y en el viento.

Recorriendo el libro de incerteza a incerteza, el lector encontrará la palabra del poeta recreada y renacida en la lectura, esa palabra que sana, que ama, que duele, que acaricia, que reclama, que denuncia, que construye, que abriga: la palabra indispensable para todo lo que gira y que también es hilo delgado, cuerda floja en la cual hacer equilibrio sobre el abismo.

En otro de sus versos el poeta dice:

(…) Si fuésemos capaces
de no ceder el rito
del pecho y la retina,
de cruzar con la piel y el instante.

Entonces cada uno,
a su modo,
y viviendo con el acá en los hombros,
seríamos la vida,
su misterio pujante.

Y en el mismo acto de estar siendo,
tal vez y sin buscarla,
porque sí y con el día,
brote la poesía,
la simple poesía cotidiana,
de ser la vida viva,
con su sentido a cuestas
y un canto entre los huesos.

(De: Para hacerlo entre todos)

Decíamos con María García Esperón en el miravoz que lleva el título de este poemario que

Luciano Ortega es un hombre comprometido con la humanidad y con la vida. Encontrarnos en su palabra es reencontrarnos con nosotros mismos y con nuestra propia historia, la de la humanidad que desde el dolor y sus ruinas renace a la vida.

Palabra en el pecho y en el viento, despertando conciencias.

Es que Luciano Ortega es un poeta de a pie que no pierde el vuelo, que se abraza a los humanitos -como diría Galeano, y camina por la vida con la vida misma nacida en un silbo de palabras.

Todo, todo
todo lo tengo adentro mío;
el baile,
las bailarinas,
la fragua…

Y ha de salir por mi boca
como un fuego de guitarra.

Guitarras, vuelen guitarras
con sus cuerdas hechizadas,
con el gitano lamento
escondido en la madera,
con noches de luna abierta
y la sangre derramada.

Adentro lo llevo todo,
todo, todo,
todo…

Luciano Ortega

Con apenas lo puesto es una edición de autor y cuenta con los dibujos de Pelusa Oliveras.  Los poemas pueden leerse en el blog del autor, haciendo clic  AQUÍ.◘AM

Decir noche, de Elisa Rodríguez Court – Eutelequia

Elisa Rodríguez Court. Decir noche. Madrid: Eutelequia, 2012. Foto: Decir noche, en la biblioteca de mi casa. AM

Un jardín de estatuas sin ojos. En este espacio narrativo creado por Elisa Rodríguez Court transita Lord Chandos, personaje ideado por Hofmannstahl.

Junto a él también lo hacen Beatriz -la narradora- y un número considerable de escritores como Dickinson, Kafka, Vila-Matas, Fresán, Pauls, Duras, Flaubert, Magris, Duras, Woolf, Gaul, Macedonio Fernández, Juarroz y muchos otros que profundizan sus reflexiones sobre el acto de escribir, sobre la literatura, mientras Lord Chandos ya no cree en las posibilidades del lenguaje, angustiándole su ambigüedad y la imposibilidad de decir y decirse.

Rebeca García Nieto señala que la autora “ha creado un espacio aleph donde Hofmannstahl, Kafka, Duras o Dickinson reflexionan sobre el acto de escribir”. En su libro Rodríguez Court también ha hecho referencia a ese espacio, citando a Alan Pauls cuando dice “el punto estratégico a partir del cual es posible acceder a un repertorio infinito de mundos posibles. Un espacio aleph”.

Mundos que pueden ser imaginados, contados, vividos por y a través de la literatura.

En el jardín de estatuas sin ojos las horas y las estaciones parecieran transcurrir lenta y apaciblemente, en un estado de permanente infinitud. Encerrado entre las estatuas camina el Lord angustiado y triste. Ha decidido abandonar para siempre la escritura. Lo observa Beatriz mientras Emily Dickinson –también protagonista del libro- lo espía desde su ventana y se conmueve frente al dolor del Lord.

Este jardín tiene un lado intemporal –en el que se encuentra atrapado Lord Chandos en la imposibilidad de decir- y otro temporal en el que confluyen –en diferentes épocas y espacios- una serie de escritores: desde Flaubert, escribiéndole una carta a Colet hasta Alan Pauls, reflexionando sobre Borges. Se pasea en él otro de los protagonistas, Enrique Vila-Matas, cuya voz se une a la de los otros escritores que manifiestan desde su visión, lugar y época los peligros del lenguaje, la ilegibilidad del mundo, cómo decir la verdad a la que sólo tenemos pequeños accesos en forma fragmentada, la necesidad de la literatura.

En el lado temporal del jardín y desde diferentes tiempos se alzan esas voces de los escritores que sintieron y sufrieron en carne propia la angustia de Lord Chandos, los límites del lenguaje, y también las de aquellos quienes reflexionando sobre el acto de escribir y su negación nos hablan de la imposibilidad de la existencia sin la palabra, sin la poesía, sin la literatura.

Beatriz, la narradora, reflexiona:

“Porque Lord Chandos se ve incapaz de distanciarse del mundo de lo real dotándose de alguna perspectiva, porque vive el mundo en su infinita dispersión, se ve tan deslumbrado como afligido en su estado de contemplación continua.

El mundo sigue ahí, latiendo en su esencia brutal y muda, y el Lord queda encerrado, sin escapatoria posible, entre las estatuas sin ojos en el jardín”.

Ante los límites del lenguaje, de contar el mundo y nuestras vivencias ¿cómo decir noche? ¿Qué sería de nosotros si se transitara al borde de los abismos, si se cruzara la noche cerrada, si se navegara la incertidumbre en estado de mudez y contemplación sin la posibilidad y el coraje de decir esa verdad -o esa parte a la que tenemos acceso- que es muda? ¿Cómo soportar la brutalidad de la realidad sin la palabra?

En una de las entrevistas que le hicieron a la autora ella señala que

“Frente a la realidad brutal, carente de lógica y muda; frente al mundo de lo real oscuro como la noche, ¿cómo decirlo? Porque una cosa son las vivencias o la experiencia y otra bien distinta llevarlas a la narrativa. Conocemos el mundo solo tal y como nos lo contamos, del mismo modo que conocemos la luz. Sobre esta escribió Blanchot que ilumina para esconderse. Únicamente recibimos su reflejo. Pero no crea que mi libro es una disertación filosófica. La noche aparece también en los ojos cerrados de personas que buscan la claridad más allá de lo visible o que dejan que ardan en su interior los límites del mundo. La noche es la página en blanco, es un libro abierto, es la punzada de la vida, es la dicha de estar placenteramente ubicado en altamar, es la búsqueda de lo desconocido, es el viaje del escritor cuyo ojo se parece al radar de los barcos que navegan en el mar oscuro…”.

En Decir noche, Elisa Rodríguez Court no sólo plantea la ilegibilidad del mundo sino que también ha realizado un profundo homenaje a la literatura, a la poesía y muy especialmente a quienes la han nutrido y la nutren como lectora. 

El libro presenta, además, las ilustraciones de Miguel Ángel Moreno Gómez. A diferencia de la tapa, las mismas están realizadas en blanco y negro. Un espacio aleph en donde, además de las estatuas, florecen, a modo de ojos, soles y lunas. La luz y la oscuridad. Las diferentes miradas. La página en blanco y la tinta. En la tapa, sobre el fondo negro de la noche cerrada, se ciñe la ilustración en tonos de rojo, blanco y amarillo. Se trata de una ventana que le permitirá al lector observar al Lord, espiarlo como lo hace Dickinson pero desde su propio cristal.

Mientras los escritores y el Lord se pasean por el jardín de estatuas sin ojos en sus espacios temporal e intemporal respectivamente, también lo hará el lector quien podrá ver y escuchar todo lo que allí sucede, se dice y se escribe. Transitar este jardín es una experiencia maravillosa, un encuentro con la literatura, con la palabra y también con el abismo y la noche.

Oír una oropéndola cantar
puede ser una cosa muy común
y también un milagro.

No depende del pájaro,
que canta siempre igual, lo mismo solo
que ante una multitud.

Qué clase de oído
engalana lo que oye
ya de luz, ya de gris.

Así, si es un misterio
o, en cambio, no lo es,
lo es antes dentro.

“El ave está en el árbol”,
me indica algún escéptico.
No, señor: ¡en usted!

Emily Dickinson (citada por la autora)

Decir noche ha sido publicado este año por Editorial Eutelequia. ◘AM.